Por Miguel Ángel Cristiani G.
Hay resbalones que revelan más que mil discursos oficiales. Y en política —sobre todo en la veracruzana— rara vez existe el “lapsus” inocente. Por eso vale la pena detenerse en la joya lingüística que el Coordinador de Comunicación Social del Gobierno del Estado, Rodolfo Bouzas Medina, dejó caer en su comparecencia ante el Congreso local: llamar “gobernanta” a la “gobernadora” Rocío Nahle García.
No es un mero desliz. Es un síntoma.
Porque, salvo que alguien haya decidido reescribir el Diccionario de la Real Academia Española, una gobernanta es, para decirlo con la claridad que el cargo exige, “la mujer que administra un piso en un hotel o una casa particular”. Punto. Nada que ver con el ejercicio del poder público, la representación del Estado o la conducción de políticas públicas.
Entonces, ¿qué llevó a un funcionario cuya tarea es hilar fino con las palabras a semejante despropósito?
Aquí conviene recordar que en política la forma es fondo, y el lenguaje es una herramienta de precisión… o de revelación involuntaria.
Resulta curioso —y por curioso quiero decir preocupante— que quien tiene bajo su responsabilidad la narrativa gubernamental incurra en un uso del lenguaje que ni el más distraído estudiante de comunicación aprobaría. Si el propio vocero del gobierno rebaja semánticamente a la titular del Ejecutivo a la categoría de “gobernanta”, ¿qué mensaje proyecta hacia afuera… y hacia adentro?
Las preguntas brotan solas, incluso si en el Congreso quedaron flotando en un silencio más elocuente que cualquier respuesta:
—¿Pretende Bouzas inaugurar una nueva forma de dirigirnos a la mandataria?
—¿Será un modismo interno, un apodo de pasillo que se escapó al micrófono?
—¿O quiso presumir una erudición mal fundada que terminó exponiendo justamente lo contrario: desconocimiento básico del idioma que le toca manejar?
A estas alturas, la ciudadanía veracruzana merece certezas, no ocurrencias. Quien ocupa el cargo de Coordinador de Comunicación Social no administra metáforas ni chistes internos: administra información pública. Y en tiempos donde la comunicación gubernamental pretende construirse como verdad oficial, un tropiezo así abre grietas que no se tapan con boletines.
Más grave aún: mientras el funcionario recitaba miles de cifras, porcentajes millonarios y logros que nadie puede verificar en tiempo real —porque ese es el truco de las comparecencias— lo único que quedó retumbando fue su pifia. No por anecdótica, sino porque exhibe la distancia entre la narrativa que se quiere imponer y la realidad que se deja ver.
Quizá valdría la pena que en Palacio se reflexione menos sobre la retórica triunfalista y más sobre el rigor del oficio público. Veracruz no necesita gobernantas ni voceros que juegan al equívoco: necesita servidores que comprendan el peso político, social y simbólico de cada palabra.
Porque al final, más que el interminable inventario de datos, lo que quedó de la comparecencia fue una pregunta incómoda:
Si así cuidan su trabajo que es el lenguaje, ¿cómo estarán cuidando el gobierno?
Y ahí, lector, no hay diccionario que nos consuele.
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