Por Miguel Ángel Cristiani G.
A veces, las conversaciones más reveladoras no ocurren en los recintos
solemnes del poder, sino en esas mesas largas donde el café se enfría y las
verdades se calientan. En la más reciente charla con el llamado Grupo de los
10 —que ya son como 30—, el senador Manuel Huerta dejó caer, sin
proponérselo del todo, un retrato claro de dos heridas que Veracruz no
termina de cerrar: la justicia coja y la deuda eterna.
Cuando se le preguntó sobre la renuncia del Fiscal General de la República y
la llegada de Ernestina Godoy, Huerta abrió la puerta a un debate que rara
vez se quiere dar con honestidad. Dijo haber seguido de cerca el proceso,
estudiando las formas, los mecanismos, los vacíos y las consecuencias. Y ahí
soltó una verdad incómoda: el problema no es solo el nombre del fiscal, sino
la estructura misma de las fiscalías que seguimos presumiendo como
autónomas sin serlo del todo.
Tiene razón el senador. Desde el cambio de Procuraduría a Fiscalía,
arrastramos contradicciones que dejaron al país a medio camino entre un
modelo acusatorio moderno y los viejos vicios de subordinación política. La
autonomía no se decreta; se ejerce. Y Huerta se empeñó en recordarlo con el
ejemplo de Ernestina, a quien conoce desde los tiempos de Marcelo Ebrard
en la Ciudad de México. “Es autónoma”, insiste. Lo celebraría uno
plenamente si la autonomía dependiera solo de la voluntad personal, y no
del andamiaje político que todavía aprieta, condiciona y premia lealtades.
Lo cierto es que el senador —con su tono campechano y su sinceridad a
veces incómoda— reconoce que la justicia en México exige reformas
profundas, no cosméticas. Que cambiar nombres no basta, que se requieren
controles sociales, mecanismos de nombramiento más transparentes e
incluso, quizá, esquemas donde la ciudadanía tenga un papel más directo. Es
un planteamiento audaz, pero sobre todo urgente: sin justicia confiable, no
hay Estado que aguante.
El otro tema, la deuda, es un viejo fantasma que recorre Veracruz sin
cansancio. Y Huerta lo aborda con la claridad que da la memoria histórica.
Recuerda los años de Duarte, los señalamientos documentados, el juicio
político frustrado y, sobre todo, el entramado que permitió que aquella bola
de nieve creciera sin freno: las cuentas públicas aprobadas por quienes hoy
se presentan como adalides de la honestidad.
Ese recordatorio es necesario. La deuda no es un número; es un síntoma. Un
modo de gestión que se hereda de gobierno en gobierno y que solo cambia
de colores, no de prácticas. Y Huerta advierte que el debate seguirá, porque
no puede haber claridad sin cuentas limpias: “Tonto el que piensa que el
pueblo es tonto”, dice. Y acertadamente.
Tiene razón en otra cosa: la impunidad es la madre de todos los desastres
públicos. Y si algo ha aprendido Veracruz —a punta de golpes— es que no
hay crimen perfecto, solo complicidades extendidas. Por eso no basta con
señalar al pasado; también hay que mirar a los gobiernos de Morena, revisar,
auditar, exigir. La congruencia no se declama, se vive. Y, como dice el
senador, “de lengua me como un plato”.
Al final, lo que Huerta dejó claro es que Veracruz sigue debatiéndose entre
las mismas dos preguntas que llevamos décadas haciendo: ¿cuándo
tendremos justicia de verdad? ¿Y quién pagará la factura de tantas deudas,
financieras y políticas?
Responderlas es tarea de todos. Y exigirlas, aún más.
