Sin tacto.
Por Sergio González Levet.
Peligrosos y multiplicados, los socavones hicieron presencia social en México a
partir de la última década y llegaron para quedarse entre nosotros. Esta profusión
de esos tremendos boquetes se debe, según unos expertos, a la infame
explotación de los mantos acuíferos, y según otros a movimientos telúricos
naturales, y estotros aseguran que es por las lluvias cataclísmicas que está
provocando el cambio climático.
La cosa es que en los últimos años nos hemos asombrado y espantado con
esos hoyos desgarradores que han causado daños y, lamentablemente, vidas.
Fue muy difundida la muerte por asfixia de Juan Mena Ruiz, de 55 años, y su hijo
Juan Mena Romero, de 33, que cayeron con su vehículo en un socavón del Paso
Exprés de Cuernavaca el 12 de julio de 2017.
Han sido numerosos los fallecimientos en carreteras mexicanas ocasionados
por los hoyancones que salen como por generación espontánea. Lo cierto es que
muchos caminos se construyen sin los debidos estudios del suelo y el subsuelo,
todo debido a las apuraciones y las ineficacias de la Cuarta Transformación.
En agosto de este año se reportó el día 23 la muerte de una persona que cayó
en un agujero de cinco metros que se formó en la Colonia Ciudad Renacimiento
de Acapulco como una consecuencia fatal más de los reblandecimientos
provocados por el huracán Otis. Y el 28 hubo tres muertos por un accidente en la
carretera Malinalco-Chalma, que cayeron en otro socavón carretero.
Son famosos ahora los hundimientos, y salen por todas partes menos por una –
como las islas en la definición de nuestros añorados libros gratuitos de primaria-,
pero en la centuria pasada eso no existía. Se confirma para la historia que el
primer socavón famoso -y tal vez único del siglo XX- apareció a principios de los
años 50 en la céntrica calle Revolución de Naolinco, justo enfrente del parque
municipal, según nos contaba el periodista Froylán Flores Cancela en las
interminables noches de cierre de edición.
El maestro seguía con su narración y nos platicaba que el alcalde de ese
entonces, don Jaime Mesa Castro, se encontró con un tremendo dilema, pues
ningún albañil se quería meter a arreglar el hoyanco, en prevención de que
siguiera hundiéndose.
Como sucede siempre en esos casos en los pueblos, la autoridad recurrió al
filósofo del lugar, que era don Ficticio Ladrón de Guevara Oliva, quien en un dos
por tres ofreció la solución mágica.
—Mire, don Jaime —explicó con la mirada grave y voz tronante que usan los
sabios cuando dan a conocer una revelación—, lo mejor es que hagan un hoyo a
un lado del socavón y con esa tierra lo llenen.
—Pero, Ficticio —replicó el alcalde—, entonces nos va a quedar otro hoyo
junto, del mismo tamaño. ¿Y qué haremos con él?
—Ahí está la solución —aclaró resplandeciente el pensador—. Junto a ese
hoyo hacen otro y lo rellenan, y así se van siguiendo, hasta que lleguen a la
cañada, ¡y allí desbarrancan el socavón!
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