LA GENEROSIDAD AJENA

Dic 17, 2025 | Columnas

Miguel Cristiani
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Por Miguel Ángel Cristiani G.

Hay regalos que no se entregan con la mano, sino con el presupuesto público. Y lo más
curioso es que quienes reparten estos obsequios suelen presumirlos como actos de virtud
cívica, cuando en realidad son ejercicios de poder disfrazados de filantropía editorial.
¿Austeridad republicana? Sí, cómo no: austeridad para unos, generosidad automática para
otros.
Lo traigo a cuento porque en estos días volvió a asomar un viejo fantasma de nuestra
política reciente: la inquietante opacidad sobre los libros que, según se ha reiterado durante
años, financiaron la vida pública del ahora expresidente Andrés Manuel López Obrador.
Desde las campañas largas, muy largas, hasta la residencia en Palacio Nacional, su
respuesta fue siempre la misma: “Vivo de mis libros.” Una afirmación que, en sí misma, no
es ilegal ni inmoral; pero que se vuelve problemática cuando, desde el poder, se detonaron
mecanismos que terminan beneficiando precisamente a los mismos libros.
No es casualidad que el Fondo de Cultura Económica —hoy convertido en un ente más
político que editorial— haya desembolsado alrededor de 25 millones de pesos para
imprimir, distribuir y pagar derechos de autor de la colección 25 para el 25. Un proyecto
con dimensiones épicas: 60 mil ejemplares por cada título, 27 obras en total, que viajarán
a Cuba, Colombia, Venezuela, Chile, Paraguay, Honduras, Guatemala y Uruguay. Una

especie de “misión cultural” continental, pero sin maestros rurales y con muchas cajas de
libros.
El director del FCE, Paco Ignacio Taibo, informó que Argentina estaba contemplada, pero
con la llegada de Javier Milei “se destruyó el pacto”. No queda claro si era un pacto
cultural, político o simplemente de imprenta, pero aquí la pregunta central no es Milei ni el
Cono Sur: es México, su presupuesto y su democracia.
Porque entre los autores incluidos en la colección hay nombres respetables y necesarios
—García Márquez, Gelman, Zurita, Onetti— y otros cuya cercanía al oficialismo es más
que evidente. Todo eso sería perfectamente válido si se tratara de un canon literario curado
por especialistas independientes. Pero cuando la línea editorial la marca un gobierno y se
financia con dinero público, no estamos hablando de literatura: hablamos de propaganda
cultural, aunque venga envuelta en tapa dura.
Y mientras el FCE reparte cultura de exportación, en el Senado se reparten
—literalmente— libros del expresidente. El senador Adán Augusto López, con un aire entre
Santa Claus improvisado y operador político disciplinado, entregó a cada legislador de
Morena “poco más de cien y menos de 260” ejemplares del libro Grandeza, escrito por
López Obrador. El número exacto se negó a precisarlo; tampoco hubo claridad sobre el
gasto total.
Lo único que se obtuvo fue una frase que revela más de lo que pretende: “Ciento y tantos
pesos por ejemplar.” Una cifra redonda, amorfa, cómoda. Se negoció —asegura el
senador— un “precio especial” con la editorial Planeta. Si ese precio existió, si hubo
descuento, si se pagó con recursos personales o institucionales… bueno, eso quedó perdido
entre los cascabeles del traje de Santa Claus.
Son 67 legisladores quienes recibieron el encargo de regalar el libro en sus comunidades.
Uno se pregunta si será material de estudio, herramienta de reflexión o simple souvenir del
movimiento político que los llevó al cargo. Porque cuando un senador regala centenares de
libros del líder moral de su partido, no estamos ante un gesto cultural: estamos frente a un
acto de alineamiento político.
Conviene recordar, con serenidad y rigor, que el uso de recursos públicos —directos o
indirectos— para promover obra autoral de figuras políticas es una pendiente resbaladiza.
La normatividad en materia de comunicación social y gasto editorial exige transparencia,
pertinencia y beneficios públicos medibles. No es un capricho burocrático: es una defensa
elemental de la equidad democrática.
Y es aquí donde aparece el verdadero problema: no la existencia de los libros, sino la
instrumentalización política de su circulación.
Los gobiernos tienen la obligación de fomentar la lectura, sí; pero no de promover a sus
propios dirigentes. El Estado debe sostener la diversidad cultural, no la devoción partidista.
Y la cultura financiada con impuestos debe ser un puente hacia el conocimiento, no una
autopista hacia la mitificación.

Si algo ha lastimado a México en las últimas décadas es la confusión deliberada entre lo
público y lo personal, entre la promoción cultural y la promoción política. La frontera es
delgada, pero existe. Y es precisamente obligación del servicio público no cruzarla.
El país necesita libros, no cultos. Necesita lectura crítica, no lecturas obligatorias.
Tal vez ya sea hora de recordar que los gobiernos no deben repartir ideologías envueltas en
papel editorial, sino garantizar que cada ciudadano tenga las condiciones para leer lo que
quiera, pensar lo que quiera y cuestionar a quien quiera. Ese es el verdadero regalo
democrático.
Lo demás —la generosidad con recursos ajenos, las cifras esquivas, los pactos rotos y los
tirajes desmesurados— es solo ruido. Y el ruido, por muy envuelto que venga, nunca
sustituirá a la claridad.