Sin tacto
Por Sergio González Levet
“Llueve pero llueve y llueve, llueve y yo me siento solo, como si llorara el cielo”,
cantaba Horacio Guaraní en los años 70 del siglo pasado, cuando la lluvia era
todavía un caudal de regocijo, fuente de vida, recodo para el amor.
Joan Manuel Serrat le seguía la pista al indígena de Santa Fe, Argentina, con
su Tiempo de lluvia: “De la noche a la mañana llega junto a la ventana con su tibio
aliento otoñal y se acuna en el cristal en un suave baile entre los brazos del aire”.
Es que hasta hace 25 años las nubes dejaban caer verdaderas bendiciones
sobre los campos y los pueblos, sobre los sembradíos y los tejados. Pero llegó el
nuevo milenio con su promesa de milagros electrónicos y la ciencia adelantada
como nunca para engatusar a muchos que se olvidaron, entre los juegos y los
juguetes, que el planeta ya llevaba mucho tiempo sufriendo los excesos de
nuestra especie, y estaba a punto de empezar a cobrar el alto precio de la
depredación, de la contaminación, del apretujamiento de ya casi 7 mil millones de
almas y algunos millones de desalmados que se hicieron ricos y se hacen más
exprimiendo a la tierra y a la Tierra.
Quienes alentamos vida en esta época estamos pagando la cuota inexorable
que exige la naturaleza por tanto estropicio. El cambio climático ya es un síndrome
que enseña las llagas del mundo ocasionadas por ese virus maligno que se llama
la humanidad.
Enfermedades extrañas, temperaturas extremas (fríos quemantes, calores
congelantes), meteoros inéditos, huracanes pavorosos, trombas inexplicables,
sequías convulsas… la meteorología se ha convertido en una ciencia del horror y
la tragedia.
Y las lluvias, los aguaceros copiosos, copiosos; las granizadas empelotadas; los
diluvios bíblicos.
En 1999 cayó en Misantla una tormenta atípica e inesperada que causó más
daño y muertes de paisanos que el legendario Huracán Janet que azotó esa
región en 1955.
Una lluvia así de infame, me cuenta el puntual meteorólogo Adalberto Tejeda
Martínez, toma desprevenida a la población y a los sistemas de protección civil,
porque no avisa como los huracanes. Por eso sus consecuencias son
imprevisibles. La tormenta de hace 30 años en la región de Misantla ocasionó
tantos destrozos debido a que no se alcanzaron a imponer protocolos de
seguridad, a hacer acciones de prevención.
Y esas tormentas cada día son más frecuentes y más intensas. Las redes
sociales y los periódicos se llenan de noticias de inundaciones en todos los
ámbitos de la República: en el trópico generoso, en las montañas imponentes, en
las lagunas desecadas de la Ciudad de México. Se ahogan los mexicanos y sus
animales y sus propiedades; les sucede en el norte y el sur, en el occidente y el
este.
Vayamos aprendiendo a nadar, a tener a la mano una balsa o una canoa, a
poner en alto nuestros electrodomésticos.
Tláloc está cobrando su venganza.
sglevet@gmail.com