Sin tacto.
Por Sergio González Levet.
Quienes se iniciaron en el hábito de la lectura a través de los cómics allá en los
años 50 y 60 del siglo pasado recordarán los cuentos de Disney, unos folletos
tamaño medio oficio que eran finamente ilustrados por los dibujantes de la
compañía de entretenimiento para menores (y sus papás) más conocida del
planeta.
En ellos aparecían como protagonistas la pareja pato de Donald y su novia
Daisy; el tacaño Tío Rico; los sobrinos Hugo, Paco y Luis; el espasmódico Tribilín;
el fiel perro Pluto; el científico Ciro Peraloca y su asistente Kilowatito, y los
infaltables Chicos Malos (que terminaron siendo sustituidos en nuestros tiempos
por los Chicos de la 4T).
Allá en los años 70, entre la clase letrada de América Latina -que era mucho
más numerosa que ahora- fue tan famoso como los Disney el libro Para leer al
Pato Donald, del chileno-argentino Ariel Dorfman y el belga Armand Mattelard. El
libro fue la delicia de los espíritus libertarios y de ideología progresista, y el horror
de las buenas conciencias de la derecha. Lo cierto es que la crítica al imperialismo
y su acusación de que la empresa de Walt Disney era un brazo no armado de la
penetración ideológica yanqui había sido publicada un tanto apresuradamente y
tenía varios errores de interpretación y muchos por su orientación claramente
ideológica en favor de las izquierdas.
Corría el régimen de Salvador Allende en Chile, el primer presidente marxista
de la historia elegido por una votación democrática, y los ideólogos de la
Revolución Internacional se sumaban a los promotores cubano-castristas, que
llevaban años haciendo su trabajo de concientización de manera casi clandestina
en las universidades y sindicatos del subcontinente.
Los simpatizantes de la izquierda de aquellos tiempos también recordarán el
libro Los conceptos elementales del materialismo histórico, de Martha Harnecker,
que igualmente fue promovido internacional y profundamente por el gobierno
allendista.
Pero las historias ilustradas de Disney (les llamábamos castizamente “cuentos”
en mi pueblo, Misantla, porque aún no había llegado la televisión) hacían las
delicias semanales de los incipientes lectores, que acudíamos a la tienda de doña
Güicha Roa, esposa del histórico profesor Guillermo Pelayo Rangel, que estaba
enfrente de la casa de los señores Gonzalo Ortiz y Lupita Mayagoitia, padres ni
más ni menos que del jurisconsulto veracruzano más importante en este
momento, Guillermo, quien también acudía, niño aún, religiosamente a comprar
esos materiales de lectura, que terminó cambiando por los venerables tomos de
derecho que lo hicieron el gran jurista que es.
No sé qué tantos conservadores, fascistas, clasistas y racistas lograron formar
los cuentos de Disney, pero sí es cierto que muchos niños y jóvenes aprendieron
con ellos la habilidad de transformar símbolos gráficos en palabras y en ideas, es
decir, aprendieron a leer cotidianamente.
Como promotor de la lectura que he sido toda mi vida, no tengo más que
reconocer el buen trabajo que hicieron los simpáticos patos.
Pero mañana le sigo…
sglevet@gmail.com