Sin tacto
Por Sergio González Levet
No sabes qué pena me dan mis semejantes que viven como mascotas de
acompañamiento de los seres humanos. Sí, mira, yo soy un pobre perro callejero
que de repente enseña los costillares porque el hambre apuró mi existencia al
garete, siempre pendiente de un hilo, constantemente en peligro por tantas
amenazas que tenemos en las calles de los pueblos y las ciudades.
Pero ese peligro termina siendo una aventura que hace la vida más interesante.
Imagina si voy a sentirme aburrido cuando tengo que dormir con un ojo abierto y
comer a toda prisa lo que pude robar o lo que pude cazar, aunque sea un
animalillo más famélico que yo, nunca de mi especie porque perro no come carne
de perro, aunque he comido tacos tirados que me hacen sospechar que alguna
vez ya fui caníbal sin saberlo.
Y en verdad que mis compañeros del mundo de los canes que viven domados
por los (in)humanos me producen mucha lástima. Los veo con sus caras de
tristeza encerrados en cocheras, donde no pueden correr ni saltar ni perseguir a
nada, solamente oler el humo envenenado de los coches de sus patrones, que
creen que los hacen felices porque les dan un poquito de agua y unas míseras
croquetas que no saben a nada para que sus heces no huelan ni molesten.
Y los miro cómo se enfurecen cuando me ven pasar con mi libertad de perro de
nadie, cómo me ladran con sonido y furia porque yo puedo ir a donde quiera,
orinar en donde quiera, defecar en donde quiera, morir en donde sea pero feliz.
Qué vida de perros las de mis semejantes que son llamados el mejor amigo del
hombre cuando el hombre es su peor enemigo. Son víctimas de la crueldad
inocente de niños que no saben tratarlos y los lastiman, de amos que piensan que
la educación con sangre debe entrar.
Los llevan con veterinarios que les meten agujas largas y dolorosas, les cortan
el pelo y los hacen parecer ridículos, los bañan y les quitan las defensas naturales
de su piel.
Ya lo dije y lo repito: lo peor es la vida monótona que llevan. Sus dueños nunca
juegan con ellos y piensan que sacarlos a caminar unas cuantas cuadras es la
gran aventura. Los mantienen tan pasivos que hasta me envidian cuando ven que
paso corriendo como alma que lleva el diablo porque me persigue otro perro más
grande o están a punto de atraparme los de la perrera municipal.
Yo paso frío, hambre muchas veces, soporto calores infernales y vivo en peligro
permanente. Sin embargo, puedo decir que paso mi existencia, corta o larga no
sé, viviendo como un perro de verdad, como un animal silvestre, que encuentra en
las veredas de los hombres las sorpresas y los riesgos que hacen que valore mi
supervivencia como el mejor de los manjares.
La inseguridad es parte de mi naturaleza que me da la felicidad cierta de
superar las pruebas, de sobrevivir, de ser un perro callejero en toda la talla… y
eso no me lo perdonan las mascotas de los hombres, presas del amor y los
cuidados mortales de los hogares…
sglevet@gmail.com